lunes, 22 de octubre de 2012

Capítulo 7

¡Hola mentalmente desorientados! (: Aquí os dejo el capítulo 7. A partir de este momento iréis viendo la idea de la historia ^-^ 
P.D: Esta es la entrada numero 50 *-* Parece que fue ayer cuando inauguramos el bloggie :3
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Capítulo 7 - Katniss


Una vez terminados nuestros negocios en el mercado, vamos a la puerta de atrás de la casa del alcalde para vender la mitad de las fresas, porque sabemos que le gustan especialmente y puede permitirse el precio. La hija del alcalde, Madge, nos abre la puerta; está en mi clase del colegio. Podría pensarse que, por ser la hija del alcalde, es una esnob, pero no, sólo es reservada, igual que yo.
Hoy ha cambiado su soso uniforme del colegio por un caro vestido blanco, y lleva el pelo rubio recogido con un lazo rosa; la ropa de la cosecha.
—Bonito vestido —dice Gale.
Madge lo mira fijamente, mientras intenta averiguar si se trata de un cumplido de verdad o de una ironía. En realidad, el vestido es bonito, aunque nunca lo habría llevado un día normal. Aprieta los labios y sonríe.
—Bueno, tengo que estar guapa por si acabo en el Capitolio, ¿no?
Ahora es Gale el que está desconcertado. ¿Lo dice enserio o le esta tomando el pelo? Creo que lo segundo
—Tú no irás al Capitolio —responde Gale con frialdad—. ¿Cuántas inscripciones puedes tener? ¿Cinco? Yo ya tenía seis con sólo doce años.
—No es culpa suya —intervengo.
—No, no es culpa de nadie. Las cosas son como son —apostilla Gale.
—Buena suerte, Katniss —dice Madge, con rostro inexpresivo, poniéndome el dinero de las fresas en la mano.
—Lo mismo digo —respondo, y se cierra la puerta.
Caminamos en silencio hacia la Veta. No me gusta que Gale la haya tomado con Madge, pero tiene razón, por supuesto: el sistema de la cosecha es injusto y los pobres se llevan la peor parte.
A los trece, dos veces; y así hasta que llegas a los dieciocho, el último año de elegibilidad, y tu nombre entra en la urna siete veces. 
Sin embargo, hay gato encerrado. Digamos que eres pobre y te estás muriendo de hambre, como nos pasaba a nosotras. Tienes la posibilidad de añadir tu nombre más veces a cambio de teselas; cada tesela vale por un exiguo suministro anual de cereales y aceite para una persona. También puedes hacer ese intercambio por cada miembro de tu familia, motivo por el que, cuando yo tenía doce años, mi nombre entró cuatro veces en el sorteo. Una porque era lo mínimo, y tres veces más por las teselas para conseguir cereales y aceite para Prim, mi madre y yo. De hecho, he tenido que hacer lo mismo todos los años, y las inscripciones en el sorteo son acumulativas. Por eso, ahora, a los dieciséis años, mi nombre entrará veinte veces en el sorteo de la cosecha. Gale, que tiene dieciocho y lleva siete años ayudando o alimentando él sólo a una familia de cinco, tendrá 42 papeletas.
-Nos vemos en la plaza —le digo.
—Ponte algo bonito —me responde, sin humor.
En casa, encuentro a mi madre y a mi hermana preparadas para salir. Mi madre lleva un vestido elegante y Prim viste mi primer traje de cosecha: una falda y una blusa con volantes. A ella le queda un poco grande, pero mi madre se lo ha sujetado con alfileres; aun así, la blusa se le sale de la falda por la parte de atrás.
Veo, sorprendida, que mi madre me ha sacado uno de sus encantadores vestidos, una suave cosita azul con zapatos a juego.
—¿Estás segura? —le pregunto, porque intento evitar seguir rechazando su ayuda.
Antes estaba tan enfadada con ella que no le dejaba hacer nada por mí. Sin embargo, se trata de algo especial, porque le da mucho valor a la ropa de su pasado.
—Claro que sí, y también me gustaría recogerte el pelo —me responde. Le dejo trenzarlo y colocármelo sobre la cabeza. Apenas me reconozco en el espejo agrietado que tenemos apoyado en la pared.
—Estás muy guapa —dice Prim, en un susurro.
—Y no me parezco en nada a mí —respondo.
La abrazo, porque sé que las horas que nos esperan serán terribles para ella. Es su primera cosecha, aunque está lo más segura posible, ya que su nombre sólo ha entrado una vez en la urna; no le he dejado pedir ninguna tesela. Sin embargo, está preocupada por mí, le preocupa que ocurra lo inimaginable.
Protejo a Prim de todas las formas que me es posible, pero nada puedo hacer contra la cosecha. Desgraciadamente.
Me doy cuenta de que se le ha salido de nuevo la blusa por detrás.
—Arréglate la cola, patito —le digo, poniéndole de nuevo la blusa en su sitio.
—Cuac —responde Prim, soltando una risita.
—Eso lo serás tú —añado, riéndome también; ella es la única que puede hacerme reír así—. Vamos, a comer —digo, dándole un besito rápido en la cabeza.
Decidimos dejar para la cena el pescado y las verduras, que ya se están cocinando en un estofado, y guardamos las fresas y el pan para la noche, diciéndonos que así será algo especial; de modo que bebemos la leche de la cabra de Prim, Lady, y nos comemos el pan basto que hacemos con el cereal de la tesela, aunque, de todos modos, nadie tiene mucho apetito.
A la una en punto nos dirigimos a la plaza. La asistencia es obligatoria, a no ser que estés a las puertas de la muerte. Esta noche los funcionarios recorrerán las casas para comprobarlo. Si alguien ha mentido, lo meterán en la cárcel.
Es una verdadera pena que la ceremonia de la cosecha se celebre en la plaza, uno de los pocos lugares agradables del Distrito 12. Siempre suele tener buen ambiente.
La gente entra en silencio y ficha; la cosecha también es la oportunidad perfecta para que el Capitolio lleve la cuenta de la población. Conducen a los chicos de entre doce y dieciocho años a las áreas delimitadas con cuerdas y divididas por edades, con los mayores delante y los jóvenes, como Prim, detrás.
Me encuentro de pie, en un grupo de chicos de dieciséis años de la Veta. Intercambiamos tensos saludos con la cabeza y centramos nuestra atención en el escenario provisional que han construido delante del Edificio de Justicia. Allí hay tres sillas, un podio y dos grandes urnas redondas de cristal, una para los chicos y otra para las chicas. Me quedo mirando los trozos de papel de la bola de las chicas: veinte de ellos tienen escrito con sumo cuidado el nombre de Katniss Everdeen.
Justo cuando el reloj da las dos, el alcalde sube al podio y empieza a leer. Es la misma historia de todos los años, en la que habla de la creación de Panem, el país que se levantó de las cenizas de un lugar antes llamado Norteamérica. Enumera la lista de desastres, las sequías, las tormentas, los incendios, los mares que subieron y se tragaron gran parte de la tierra, y la brutal guerra por hacerse con los pocos recursos que quedaron. El resultado fue Panem, un reluciente Capitolio rodeado por trece distritos, que llevó la paz y la prosperidad a sus ciudadanos. Entonces llegaron los Días Oscuros, la rebelión de los distritos contra el Capitolio. Derrotaron a doce de ellos y aniquilaron al decimotercero. El Tratado de la Traición nos dio unas nuevas leyes para garantizar la paz y, como recordatorio anual de que los Días Oscuros no deben volver a repetirse, nos dio también los Juegos del Hambre.
Las reglas de los Juegos del Hambre son sencillas: en castigo por la rebelión, cada uno de los doce distritos debe entregar a un chico y una chica, llamados tributos, para que participen. Los veinticuatro tributos se encierran en un enorme estadio al aire libre en el que puede haber cualquier cosa, desde un desierto abrasador hasta un páramo helado. Una vez dentro, los competidores tienen que luchar a muerte durante un periodo de varias semanas; el que quede vivo, gana.
Coger a los chicos de nuestros distritos y obligarlos a matarse entre ellos mientras los demás observamos; así nos recuerda el Capitolio que estamos completamente a su merced, y que tendríamos muy pocas posibilidades de sobrevivir a otra rebelión. 
Después lee la lista de los habitantes del Distrito 12 que han ganado en anteriores ediciones. En setenta y cuatro años hemos tenido exactamente dos, y sólo uno sigue vivo: Haymitch Abernathy, un barrigón de mediana edad que, en estos momentos, aparece berreando algo ininteligible, se tambalea en el escenario y se deja caer sobre la tercera silla. Está borracho, y mucho.
Y ahí llega Effie Trinket. Tan estrafalaria como siempre. Y con su ridículo acento de Capitolio. Sinceramente, se me hace imposible odiar a esta mujer. Se sube al podio y grita:
-¡Felices Juegos Del Hambre, y que la suerte esté siempre, siempre de vuestra parte!
Me río para mis adentros recordándonos a Gale y a mí imitándola esta misma mañana.
Con su habitual voz cantarina dice:
-Las damas primero.
Se acerca a la urna de las chicas, mete la mano y saca un pequeño trozo de papel. 
Justo cuando esta a punto de decir el nombre de la tributo femenina, se oye un ruido.
Después, un temblor.
Después otro y otro.
Y la gente se descontrola.

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2 comentarios:

  1. o.O final que no me esperaba jejeje que pasará??? hmm que GANAAAS!! subidlo protito ehh ^^ un beso :)

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  2. Jajjaja Si, si, para el viernes o el sábado estará listo ;3

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